Vamos a ver: Defendemos un teatro popular, hecho por
aficionados, cuyas principales características son: escasez de medios, escasez
de preparación, escasez de apoyos. No se mantiene ni se sustenta, pues, en un
concepto elitista, perfeccionista y purista del teatro, ni, en sentido amplio,
de la cultura políticamente correcta, y mucho menos en la casi obligada ostentación, el boato, de la elite gobernante (que al fin y al cabo no son más que representantes del pueblo que los ha elegido) y a la que tanto le gusta rodearse de las estrellas que promueve, para así perfumarse con su carisma y capturar una pequeña parte de la adoración de las masas, que se traducirán en votos en la siguiente legislatura...
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¿Cuáles son los valores de estos aficionados, pues?
Son: Poner al servicio de la esencia del teatro (que es la de mostrar un espejo crítico de la sociedad) el enorme entusiasmo, real y no fingido, la frescura y
espontaneidad, no fingidas, incluso en la equivocación y el lapsus, y el
absoluto amor, no fingido, del actor aficionado hacia su público.
Este teatro se sustenta en el valor de un acto vivo, una
representación viva, hecha por personas que transmiten un inmenso caudal de
emociones a sus allegados, difícil de igualar por un distante divo/a.
Cuando por las personas responsables de la cultura (de
consumo) en una ciudad se encomia, se alaba y se prefiere un buen (y muchas veces frío) espectáculo superprofesional (teóricamente perfecto) y se excluye y repudia una
actuación en directo con corazones y sentimientos vivos palpitando, y
equivocándose, en riguroso directo, es que algo va mal en nuestra sociedad. Quiere
decirse que estos responsables de la cultura no comprenden la esencia del arte:
la emoción que, a su despecho de la definición de “espectáculo de calidad”,
corre a raudales entre actores aficionados y espectadores seguidores.
Y esto ocurre cuando esos responsables se dejan intoxicar
por los cantos de cisne del mercantilismo imperante que lo único que persigue es
convertir en beneficios los presupuestos y recursos económicos que posee la
ciudad, (incluso ese cero coma uno por ciento que se debería conceder al teatro
aficionado) vendiendo calidad fría y enlatada, cultura importada de allende los mares, cultura negocio, cultura no crítica, garantizada aséptica, igual siempre a sí
misma, sin resquicio para lo espontáneo, la improvisación, el genio en directo,
que están excluidos.
Y esto ocurre porque no comprenden el fin más importante que
deben gestionar: permitir que la gente común actúe y se exprese aún con los escasos
medios de que dispone, y prefieren relegar a estos posibles aficionados al
papel de espectadores pasivos de la manipulación cultural.
Eso es lo que ellos quisieran: tenernos a todos sentados
delante del televisor viendo la serie de moda: “el gran desgarro”, alucinados
por tanta calidad, y que se nos quiten las ganas de enredar por ahí y reclamar
derechos perdidos...
Queremos que coexistan las dos culturas; la del negocio (¿por qué no?), supuestamente apoyada en especialistas filólogos, expertos, la de la elite del pensamiento..., pero también la popular, que nace de sí misma.
El teatro aficionado (desconocido del gran público) de Almería mantiene por tanto intactas sus
ilusiones y su derecho a interpretar en vivo y en directo todo tipo de géneros
de espectáculo puesto que se trata de su derecho inalienable al ocio y la
cultura como actores y observadores críticos de la propia imperfecta sociedad.
Y también proclama su derecho a hacerlo a veces mal, y a
veces bien, y a equivocarse, y a acertar, porque no somos dioses, nadie lo es, y
las estrellas que habitan en la tierra no son más que un complicado montaje mercantil...